Una nota en Los Ángeles Times rezaba: Identificado el cadáver de la mujer encontrada en una playa de Santa Mónica. Se trata de la señorita Daisy Bloom una joven aspirante a actriz. Según la autopsia, la muerte se produjo por estrangulamiento después de ser brutalmente violada, presentando desgarros en la vagina y el ano…
No me gustan los entierros. Bajo el paraguas observo a los sepultureros bajar el ataúd con una expresión de condolencia artificial. La madera roza las paredes de la fosa. Una niña se acerca y arroja unas margaritas en el agujero. Cuando termina la ceremonia, breve y trivial, me alejo en silencio. Atrás quedan los resoplidos esforzados de los hombres, el eco sucio de las palas arrojando la tierra.
Daisy Bloom ¿Por qué a ella? He visto a tantas chicas quedarse en el camino. A tantas sucumbir al alcohol, a las drogas, caer en la locura… ¿Pero esta barbaridad, este ensañamiento ? Me pregunto quién puede haber hecho algo así, que parte de culpa tengo yo en esto.
Empiezo a estar cansada. A veces siento que el tiempo se ralentiza, que el aire se vuelve más denso. Ya no soy aquella chica ambiciosa dispuesta a todo. Mi coraza se resquebraja, me vuelvo vulnerable. Entonces sueño con una vida tranquila, con un lugar donde poder reconciliarme con aquella que fui.
¡Si supieran cómo odio esta ciudad! Hollywood es un acuario envenenado lleno de chicas guapas nadando, de un lado para otro, mientras los tiburones esperan el momento de hincarles el diente. Conozco bien a ese tipo de hombres que seducen con palabras bonitas y falsas promesas. Yo misma fui uno de esos pececillos inocentes antes de convertirme en una rémora dispuesta a sobrevivir a toda costa, a sacar la mejor tajada posible.
Porque yo era una muchacha hambrienta como Daisy Bloom. Otra más de los cientos que llegan a Hollywood, con un ridículo título de reina de la belleza bajo el brazo, persiguiendo un sueño. Pensaba que las grandes compañías caerían rendidas a mis pies, que me convertiría en una estrella.
¡Pobre estúpida! Destrocé mis tacones visitando agentes, recorriendo productoras en busca de una oportunidad que no llegó. Por las noches, desesperada, lloraba de impotencia. Pero… ¿Qué podía hacer? Los Ángeles es una ciudad repleta de chicas sensacionales; criaturas misteriosas de belleza etérea y cuerpos voluptuosos con las que es imposible competir. La disyuntiva era clara. Podía trabajar tras una barra, convertirme en otra de esas camareras que esperan una oportunidad mientras ven como se les pasa la vida sirviendo copas o podía relacionarme con hombres con el fin de que me llevaran al lugar donde quería llegar. Estaba en una encrucijada.
Fue una noche en Flamingos, mientras oteaba la pista de baile desde la barra, que se me acercó Milton Hewitt. Pensé que era un ligón más, el tipo de hombre que cuando ve a una mujer sola, no puede resistir el impulso de intentar seducirla. «Oh, no, no pretendo ligar —me dijo burlón cuando vio mi cara de hastío —Es algo más sucio. Quiero ganar dinero contigo. Eres una starlet, y los hombres se vuelven locos por las starlets. Conozco a muchos que pagarían un montón de pasta por conocerte. Así que si haces lo que yo te diga las cosas serán muy, muy buenas para los dos.»
Comencé a asistir a fiestas, a conocer a hombres: actores, políticos, empresarios… A ganar dinero. Milton me abrió las puertas de Hollywood, me enseñó la profesión, hizo de mí una estrella. ¿Acaso importa que no fuera del tipo que yo había soñado? Cuando aprendí el negocio me instalé por mi cuenta. Me convertí en la mujer independiente que soy.
Conocí a Daisy Bloom en una de aquellas fiestas. La descubrí en la cocina, comiendo a hurtadillas. Hacía días que no probaba bocado, que no podía pagarse una habitación donde dormir. En el tiempo que llevaba en los Ángeles apenas había conseguido algunos trabajillos mal pagados: dos pruebas de cámara; algún posado, ligera de ropa, para esas fotos que tanto gustan a nuestros soldados. Estaba tocando fondo. Comenzamos a hablar. Me contó de su vida en un pequeño pueblo de Tejas, de los sueños que la habían traído hasta aquí. Los ojos se le humedecieron cuando mencionó a la hija que había dejado en tutela hasta que pudiera hacerse cargo de ella. Le mandaba dinero todos los meses. Me conmovió su ingenuidad. Era como un cervatillo herido, la desesperación reflejada en sus ojos inocentes y provincianos. Entonces le dije que podía ayudarla.
Daisy fue una de las muchas chicas que han trabajado para mí. Su cara siempre reflejó, como una mancha indeleble, como un antojo de vino en la mejilla, la vergüenza que le provocaba acostarse con hombres por dinero. A veces, al mirarla, algo me sobrecogía y me llenaba de aprensión. Hacía que me sintiera sucia.
El repiqueteo de mis tacones en el asfalto me devuelve a la realidad. Cuando Johnny ve que me acerco, lanza lejos el cigarrillo y corre a abrirme la puerta del coche. El interior huele a cuero nuevo, a efluvios de mi perfume de 50 dólares la onza. — A casa— le digo mientras me acomodo en los asientos de atrás e intento disipar los nubarrones que me empañan la razón. No puedo permitir que los fantasmas de todas esas chicas me remuerdan la conciencia. Quizás algún día deba enfrentarme a mis actos pero de momento no quiero pensar en eso. Es imposible interrumpir el flujo inexorable de la vida. — Llévame al Polo Lounge, Johnny. —Le digo cambiando de opinión, y siento que tomo de nuevo las riendas — Me vendrá bien un Bloody Mary…
Deja una respuesta